e visto los cuatro partidos de Osasuna tras la reanudación de la Liga, esos partidos en los que se ha jugado sin público, y me queda una cosa muy clara: el público, su sola presencia, supone una parte básica del espectáculo y ofrece energía extra no ya solo a los deportistas sino a quienes seguimos el asunto por televisión. No puedo hablar por los futbolistas porque no estoy en su piel -seguro que con el aliento de la gente detrás, aunque solo sea por el ruido y la excitación ambiental, se da más-, pero como espectador es algo así como asistir a una operación en un quirófano: todo muy silencioso, limpio, aséptico, triste, como aquellos primeros días del confinamiento cuando ibas al supermercado y no hablaba nadie y no había música, ¿lo recuerdan? Si a eso le sumamos que se ve que los equipos -como es normal- andan aún bastante desorientados, los partidos están siendo unas cosas a ratos de lo más inconexas y extrañas. Si se han fijado, hasta han descendido notablemente -de lo que he podido ver- esas jugadas como de picardía y exageración tras una entrada que suelen hacer muchos, al no contar ahora con esa especie de aliado sonoro y real que supone la hinchada: se comportan todos mejor. Y tienen lugar asuntos como el del miércoles, que el Alavés encaja el gol de Osasuna y lejos de encorajinarse un poco en su campo, se viene abajo del todo, cuando con su hinchada detrás al menos un par de picotazos hubiese soltado. Ya no es solo la frase mil veces repetida de que el deporte está hecho porque hay público que lo ve en directo -aunque en esta fase negocio en la que llevamos ya décadas cada vez pinte menos-, es que incluso a muchos kilómetros de distancia no recibir la energía de las gradas rebaja enormemente la emoción de verlo. Lo que aún desnuda más lo increíblemente aburrido que puede ser el fútbol en muchos minutos si no eres de ningún equipo. Y hasta siéndolo.