e siento un poco como Brooks en Cadena Perpetua. Brooks, ya saben, el anciano presidiario que daba de comer a los pájaros y que era el bibliotecario de la prisión y que al salir libre se agarra a la barra del autobús, acojonado, después de tantos años en la cárcel, asustado ante la novedad y la libertad. El bueno de Brooks no supo llevarlo, como dicen que les pasa a muchos presos que pasan tantos años, pero seguro que nosotros sí. Aunque la sensación impone. Ayer mismo hacía sol, podías tomarte algo en el interior de un bar y salir a pasear hasta la muga con Gipuzkoa, cruzarla y descruzarla tres veces y volver a dormir a casa a las 4 de la mañana tan pancho. Y desde hoy te puedes juntar con quien quieras en casa y en la calle, ir a peñas y sociedades y se amplían casi todos los aforos. Digo que la sensación impone porque por un lado es nueva tras meses, porque además estamos escaldados de desescaladas previas que han acabado como el culo, porque cuando nos confiamos somos muy malos pero, sobre todo, porque esta vez parece que trae la promesa de un mundo verdaderamente mejor, ese mundo -al menos en cuanto a asuntos que poder hacer- que teníamos antes de marzo de 2020 y que, sinceramente, con sus numerosísimos defectos era un mundo de puta madre a nada que no te fuera la vida mal. Vamos hacia allí, parece, entre vacunación, las propias ondas de la pandemia, y la inmunidad de tantos que ya han pasado el bicho. El asunto es que tras tanto tiempo estos primeros días todo se hace muy nuevo, como si fuesen situaciones que hubiésemos vivido hace ya años y no unos pocos meses, de largo que se hace todo. Confiemos en que cuando acabe -o finalice al menos lo peor- sepamos aprender algo de todo este trayecto y nos volquemos con los que entre medio han visto empeorar su situación y los que ya la tenían empeorada hace ya año y medio. Esas también son cárceles, no la nuestra.