a primera vez que vi a Bob Dylan en directo tenía 52 años. Él. Yo tenía 21. Mañana cumple 80 y miro alrededor mío en este cuarto en el que escribo y veo cientos de discos, decenas de libros, camisetas, recuerdos, entradas de 13 conciertos -he malgastado mi vida, solo 13 conciertos de Dylan- y muchos amigos. 80 años, jodido cabrón. En todo este tiempo ha pasado de ser un tipo del que si decías que te gustaba se reían de ti -ya saben, estaba U2, Pearl Jam, Nirvana, luego Oasis, Blur, Suede, Coldplay, Marea, yo qué sé- a ser una especie de lugar común, un icono entre los iconos, una chapa en la cazadora: me gusta Dylan. "Yo estaba nervioso porque iba a conocer a Tom Waits, que era mi ídolo, y Tom Waits estaba nervioso porque iba a conocer a mi padre. Eso pasaba montones de veces", contó una vez su hijo Jakob. He escrito muchas veces de Bob Dylan y se ha escrito de él hasta la hartura. Mi amigo Pachi dice que estos días todo se llena de tópicos, lugares comunes, anécdotas elevadas a mitos y demás. Y es cierto. Pero también se llena, simplemente, de líneas que tratan de acariciar con la yema de los dedos la monumental e increíblemente bella e imperecedera obra que ha elaborado durante, se dice pronto, 60 años. Más allá de todo lo que se quiera intelectualizar o racionalizar su trabajo, lo realmente mágico de Dylan, lo que le distingue de todos los demás, es lo impresionantemente profundo que toca a quien le toca, lo feliz que consigue volver a quienes conectan con su música a un nivel desconocido con otros. Esto es algo que sucede con más artistas, sí, pero con Dylan es de una intensidad y duración que escapa a lo que se pueda explicar con palabras. Es, sencillamente, demasiado bueno y una bendición para quien tiene la suerte de sentirlo así. Mi vida ha sido infinitamente mejor gracias a él y solo puedo dar las gracias por un día como ayer, hoy y mañana.