alas 7,30 el frío hace que las palabras se te enganchen entre los dientes, pero él ya está ahí. Dándome los buenos días con estos versos de Bishop: "perdí dos ciudades entrañables y un inmenso reino que era mío, dos ríos y un continente /los extraño, pero no ha sido un desastre."

Quizás ha dormido poco. Pero está ahí, como cada mañana. Para pedirnos cuentas por nuestra fortuna. En esa esquina que confluye entre las calles san Antón y San Miguel. Por eso él, un negro llegado de Gambia hace un año, se sienta ahí. Esperando que entre caridad y piedad logre sacar el día.

Cada vez que paso por delante de él siento la tentación de echarle unas monedas. Pero no lo hago. Y me cargo de remordimiento para el resto de semana. Trato de redimirme pensando que lo importante no es la acción caritativa en sí, sino la relación entre las partes implicadas, ese africano y yo. Y me doy cuenta que ese gesto de caridad, el de ofrecerle un euro, es apuntalar una relación desigual y no recíproca. Porque él no puede corresponderme. Entonces recuerdo ese proverbio que dice que no debes morder la mano que te da de comer, pero quizás sí deberías hacerlo si te impide que te alimentes tú mismo. Aún así, sigo carcomiéndome por dentro. Veo que una señora le ha dado dos euros. No condenaré ese acto de solidaridad que interpreto como una forma de superego. Pero creo que ello genera un vasallaje producto de su generosidad. Y esa acción caritativa condena a la indignidad de quien la recibe. Porque aprobar ese acto limosnero exime de responsabilidad a este sistema desigual que precisa de esta nueva caridad medieval.

A las tres de la tarde, él sigue ahí. Con una sonrisa inagotable en el espacio de una lágrima.