aminaba a duras penas, sostenida por un andador que manejaba nerviosa. Me fijé en sus zapatos, pequeños como los de una muñeca. Su rostro casi oculto por una mascarilla delataba una mujer en tiempos hermosa. Iba maquillada, quizás para ocultar la distopía dictatorial de un tiempo ya cansado. Eso imaginé, pues la mascarilla solo dejaba al descubierto una mirada perdida enganchada a una soledad definitiva. Por un momento recordé a mi madre. Pero ella seguía viva, caminando por aquella acera en busca de su hermana ingresada en una residencia. Hacía veinte años que no se veían. Me preguntó por dónde se entraba. Yo iba por la misma acera cargado con un estado de alarma entre psicótico y esquizofrénico. Aquella pandemia estaba abriendo un gran agujero en el presente. Le dije que por ahí -señalando una puerta que señalaba un futuro incierto-. Llamó al timbre y oí que preguntaba por su hermana, enferma de covid.

-No, señora, no. No se pueden hacer visitas a los residentes -dijo una enfermera-.

-Pero es mi hermana, me espera. Además, si muere sin familia solo podrá pertenecerse a sí misma -dijo casi llorando-.

-Lo siento señora, es por su seguridad.

Miró alrededor, como buscando una complicidad imposible. Y pensó que la vida a veces se vuelve un disparate. Había viajado desde Bilbao y recibía un no inclemente. Solo quería abrazar a su hermana. Entonces recordó un juego infantil junto a ella. Sentadas en un columpio gritaban el nombre de ciudades exóticas cada vez que el vuelo alcanzaba su punto más alto: ¡Estambul, Kinshasa, Yakarta, Luanda! A ver quién iba más lejos.

Insistió de nuevo a la enfermera y le dijo:

-Hace tiempo que solo busco su mano, para volver juntas a las ciudades soñadas.

Y lloró, como cuando abrimos la válvula de escape de la pena.

A los tres días recibió una llamada de la residencia.