veces, el alma de las ciudades busca refugio en algunas personas. Aitor Etxarte fue una de ellas. No sé si lo supo alguna vez. Pero les aseguro que la Iruña en que vivió, ese Casco Viejo que tan bien cartografiado tenía y que transitó con la minucia un agrimensor, algo le debe. Y no poco.

Aitor abrió muchos frentes, opositó en muchas barricadas. En algunas estuvo activo hasta el amanecer. Su biografía asusta como esa orilla en la que viven los muertos. Sin embargo, nunca fue de esos que miran el porvenir como si fuera un podio. Aitor era de esos tipos que gustaba de dos condiciones aborrecidas por la mente moderna, el silencio y la continuidad. Porque si algo caracterizaba a este hombre renacentista, era la perseverancia y la absoluta entrega en cada proyecto que iniciaba.

De todos esos frentes me quedaré con ese vecino y militante de un barrio sometido a una inclemente pre-gentrificación que él supo identificar hace años. Cuando hablar de ello nos colocaba a muchos en la senda de la estupidez o la mezquindad. Aitor conocía la obra del geógrafo marxista David Harvey, quien explica las consecuencias de la urbanidad capitalista. Aitor nombró esas claves de bóveda que sostienen a las ciudades hipotecadas por un turismo caníbal y fagocitador de los espacios públicos. Y compartió con la vecindad del casco viejo su artillería intelectual y la puso a su servicio. Y peleó frente a un barrio sometido a un modelo de socialización y turificación que cuestionó con pasión. Y lo hizo como sabía. Con erudición poliédrica pero también con humildad. Eso sí, no podía con la mediocridad ni la tibieza.

Aitor, lector voraz, leía a Walter Benjamin, quien lo retrató en este verso El nuevo sol es mi pensamiento sin fin y mis pensamientos son los rayos virando hacia la tierra, donde se esparcen en el más misterioso de los anillos. Agur Aitor.