ace un año escribí esto: "De repente, el paraíso se convirtió en un lugar de tortura. Y la ciudad sintió cómo un carro de fuego le arrebataba la seguridad de sus vidas, de toda la tramoya en que descansaba tanta y tanta seguridad, esa que nos impedía convivir con cualquier alteración de nuestras vidas felices y ordenadas. Así que todo cambió, las maneras de abrazarse, de andar, incluso de mirarse, los paseos, los cuidados, las cenas, los encuentros, viajes, compromisos, planes, celebraciones, compras, vacaciones, viajes, los besos y el sexo, todo, hasta los sueños y los planes por venir. Y todo se nos atragantó con ferocidad".

Entonces no imaginé que el futuro se comportaría como cuando tienes la garganta llena de piedras. Hoy he leído a Joan Didion, dice que: "uno no teme por lo que ya perdió sino por lo que todavía no ha perdido". Y creo que exactamente esto es lo que nos pesa: la incertidumbre de saber que esto va para largo. Y que habitará entre nosotros sin que sepamos cómo ni cuándo salir de este binarismo vital en el que naufragamos: dentro o fuera, abrir o cerrar, mesas de cuatro o seis, convivientes o ajenos, perimetraje o confinamiento, nacionales o extranjeros, turismo o muerte, bares o terrazas, aforos o foros, ERTE o ERE, 30 ó 50%, FFP2 o quirúrgicas, test o PCR, AstraZinica o Moderna. Como variaciones concéntricas sobre el mismo tema.

Y ahí estamos. Creándonos la sensación de que el enemigo viaja dentro de uno mismo. Mientras tanto, hemos perdido pegada en todo. Como cuando se negocia la rendición. Somos menos combativos, nos hemos desmovilizado, desideologizado y despolitizado. Nos autocensuramos y aceptamos lo que nos echen en nombre de la salvación de lo insalvable. Y sin embargo algo nos pesa, porque el futuro ya no es una promesa sino una amenaza. Entonces escucho la voz de Pina Bausch: "Bailen, bailen o estamos perdidos".