ui a comprar una grabadora a una conocida franquicia de esas que viven en rebajas permanentes. Mil dudas. Pedí ayuda y un joven guapito, con un peinado modernete vino a mi rescate. Me leyó lo que yo ya había leído en las etiquetas de los aparatos y me dijo que ya no sabía nada más, así que me fui con mis dudas a otra parte.

Cuando se rompió el horno fui a por otro, pero esta vez a una tienda de las de toda la vida en el barrio de San Juan. Aunque ahora también forman parte de una cadena, los vendedores son personas normales: "¿Quieres un horno que calcule el tiempo que necesita para hacer la pizza o asar un pollo?" "No. No me hace falta, eso ya lo sé yo." "¿Quieres ponerlo en marcha con el móvil para que haga la comida antes de que llegues a casa?" "No. No hace falta. Aún no vivo tan estresada." "Pues muy bien. Todo eso que te ahorras." Y así fuimos deshojando la margarita hasta llegar al horno ideal. Y lo mismo después con el frigo y con la lavadora... porque lo de obsolescencia programada no es broma.

Un día la pescatera del súper de abajo me susurró en voz baja, mirando a derecha e izquierda: "No debería decirlo, pero no te lleves estas pescadillas, que llevan aquí más tiempo que yo". Desde entonces tengo una fe ciega en esta mujer.

Todas esas vendedoras y vendedores que entienden que cada cliente tiene su corazoncito además de su carterita, son los que hacen que el comercio de cercanía siga siendo imprescindible. Profesionales que escuchan y aconsejan, no como el atontado que me acaba de llamar por cuarta vez para que cambie la bañera por ducha. "¡Que no quiero cambiar!". "Pero que no quiero que cambie, solo darle información de lo peligrosas que son las bañeras, porque ¿sabe usted los resbalones que suceden todos los días...?".