oy paseando y de pronto me doy cuenta de que alguien se para ante mí con los brazos en jarras y gesto inquisitivo. Le miro y me dice: Qué, ¿no me conoces o qué? Por la voz, deduzco que se trata de una mujer y le contesto: “Pero ¿cómo te voy a conocer, bella sin alma”. Lleva mascarilla, gafas de sol y una fea gorra de algún colorín barato. Nos reímos un poco. Pero luego ya me voy el resto del camino pensando en que el rostro humano desaparece. Porque está desapareciendo. Con melancolía lo digo. Quizá estemos ya en septiembre, me sorprendo pensando. En fin, hace algún tiempo, no sé, la universidad de Ohio, creo, hizo público un estudio en el que había llegado a la conclusión de que el rostro humano puede expresar hasta 21 emociones diferentes. ¿21? No son pocas, pero estoy convencido de que hay más. Hay una expresión para el miedo y otra para la alegría o para el asco, vale. Pero luego están las mezclas. La alegría puede ser malvada y el asco puede ser fingido. Hasta el miedo puede ser divertido o irónico y serlo de distintas maneras. Vivimos en una época irónica y la ironía retuerce y complica todas las emociones. No hay más que ver el surtido de emoticonos de los móviles, cada semana inventan uno. Las emociones se han ramificado mucho y me temo que van a seguir haciéndolo. No sé lo que siento, oí decir a otra, hace poco en una terracita junto al río: No sé si estoy bien o no estoy bien, matizaba en voz baja. Seguro que también hay un emoticono nuevo que expresa de maravilla esa extraña perplejidad. Lo malo es que a medida en que crece el número de los emoticonos los rostros de la gente se ocultan y desaparecen. Vas por la calle y no ves caras. Y yo las hecho de menos. Acabaremos llevando escafandras personalizadas como ahora llevamos gafas de sol y nos comunicaremos a través de un surtido de iconos emocionales cada vez más sofisticado y sutil. Ya está pasando.