stoy preocupado, amigos. Tengo miedo. Los urinarios públicos de Pamplona corren peligro. Quieren acabar con ellos. Dicho de otro modo: fuerzas extrañas de oscuras intenciones amenazan con destruir nuestros urinarios de antaño. Los bellos e higiénicos urinarios de nuestros antepasados. Y eso me aterra. Por eso quiero pedir la ayuda del pueblo llano. Salvemos los viejos y entrañables urinarios públicos de nuestros padres, queridos amigos y vecinos, amables desconocidos (o conocidos solo de vista), apoyadme en esto. Y en especial vosotros, colegas jubilados que lo disteis todo, gente de bien, tiernos en el amor y bravos en la lucha, uníos a mí. Por favor. Lo pido desde la humildad. Mejor dicho, lo pido desde la desesperación. Perdedor en mil batallas, esta es la última lucha que me queda. Mi mujer suele llamarme vieja ruina. Es agradable. Supongo que lo es. Pero tiene razón: llevo toda la vida perdiendo. Dientes, entre otras cosas. Y llevo toda la vida votando y pagando impuestos como un honrado majadero. Se dice así, ¿no? ¿Es correcto? Bueno, pues ahora que al fin he alcanzado la edad provecta, es decir, ahora que necesito casi a diario (y a menudo con urgencia) los urinarios públicos, viene un ser extraño, procedente tal vez del inframundo, dispuesto a destruirlos con su zarpa insensible. Socorro. Como bien dijo el emperador Vespasiano: “No hay libertad real sin urinarios públicos”. ¿Lo dijo? ¡Lo dijo! Aunque yo ya no sé qué es la libertad, me rindo. Cada cual suelta lo que le da la gana. Es un follón. Ayuso dice que la libertad es beber cañas y Vespasiano dice que sin urinarios públicos no hay libertad real. Esto debería inspirarme, creo. Pero, lo siento, no se me ocurre nada. Lo único que sé es que la palabra libertad ya no es la que era. Si es que alguna vez lo fue, claro. En cualquier caso, da pena verla. No me digan que no.