onozco a un tipo que es un fanático de Bob Dylan. Un columnista. Un tío entrañable y conmovedor, quiero suponer. Amigo de sus amigos y todo eso, vale, no digo que no. Pero un fanático de manual. A ver, a mí me encanta Bob Dylan. Desde los viejos tiempos que ya no volverán. Desde siempre. Desde el puto siempre, Bob Dylan para mí ha sido el número uno. Y luego Tom Waits, sí. Y luego Neil Young. ¿Qué pasa, Rabindranath o como se escriba? ¿O te crees que solo tú puedes hablar de Bob Dylan y todos esos zombies inspirados? Pues resulta que el lunes, hace dos días, era el ochenta cumpleaños de Bob Dylan. Ochenta años, en fin. Ya lo dice la Biblia: "Setenta son los años de la vida del hombre o, a lo sumo, ochenta". Una cifra redonda, de acuerdo. Y ¿sabéis a quienes les fascinan las efemérides y las cifras redondas de sus ídolos? Lo sabéis, ¿no? A los fanáticos, claro. Os podéis imaginar al columnista hablando sin parar de Bob Dylan y subiendo vídeos. Mira, aquí, Like a Rolling Stone en la versión de Tokio del 78. Y mira este otro, etc. En fin, muy entrañable y conmovedor, qué os voy a contar. Y sin embargo, oye, a mí me hace reflexionar, ¿qué te parece? Lo consigue, el cabrón. Porque me da envidia, creo. O algo así. Vamos a dejarlo en envidia sana y ya está. Yo nunca me he fanatizado con nada. Nunca hasta ese extremo, quiero decir. Esa es la cuestión. Y ahora resulta que puede que lo eche de menos. Porque igual me he perdido algo, yo qué sé. Igual le ha faltado locura a mi vida, digo. Me pregunto. Fascinarse con algo hasta el fanatismo: mas allá del sentido del ridículo y los límites de la sensatez. Qué envidia, ¿no? ¿Eh? ¿No os da envidia eso? Un día llegó Bob Dylan a la ciudad y el columnista pasó un montón de horas escondido en un seto esperando que el monstruo se sentara en un banco para fotografiarlo. Y, ¿sabéis qué? Me emocionó. Porque lo consiguió. Tiene que ser un tipo duro de pelar, después de todo, este columnista fanático. Mejor llevarse bien con él, ¿no?, ¿eh?