Mi criatura tiene un pedir que parece dar. Cuando vamos por la calle nos va lanzando con cadencia periódica e inmutable “¿me compras algo?”. Como un pescador indonesio con su red mientras otea su río natal, conocedor de los resultados combinados de paciencia y persistencia. Sé que en esto mi hijo no es único, lo tengo muy hablado con otras amas y aitas, y eso no tranquiliza pero oye, contextualiza. Las peticiones constantes son un peaje que toca pagar cuando vives en el centro urbano y cada portal no es más que una coma entre dos franquicias. Si me oyera hablar de las “granjas de clics” ya estaría mirándome y poniendo ojitos. Pero no, mi amor, no son las de Famobil. Se trata de algo que leo cíclicamente y que describe el espíritu del comercio on line, no ya de la tienda de tu barrio ni de la franquicia, y de paso, perfila el universo del fake, lo falso, la posverdad, de todo aquello que no puedes comprobar ni sabes siquiera si existe. Estas granjas de clics no son más que habitaciones, siempre me imagino trastiendas llenas de cables, sin luz natural y mal ventiladas, donde cientos de móviles se alinean en estantes y una persona se dedica a dar toquecitos en sus pantallas durante horas haciendo clic en los “me gusta” de páginas comerciales de Facebook y perfiles de Instagram, dando 5 estrellitas a restaurantes, apartamentos, aplicaciones? La imagen de la condena en la era digital, una pesadilla de David Lynch. Las habitaciones se encuentran en Indonesia, donde aquel pescador antes de volver a casa puede que se saque unas rupias, en Bangladesh, en China? Así consigues aumentar la popularidad o reputación on line de tu negocio, pagando. Reputación falsa y muy difícil de controlar. Quizá la única que pronto conocerán mi criatura y las de su generación.