nfinidad de niños sonrientes con la barriga hinchada, mujeres machacando karité en morteros de madera y tejiendo al sol a 42 grados, el sudor, los escalofríos y las ráfagas psicóticas de la malaria, 14 kilómetros andando hasta una fuente, hombres empapados excavando un pozo, viejos arrugados de 50 años charlando en cuclillas a la sombra de un baobab. Pitones amarillas enroscándose en nuestros tobillos mientras unos niños se las enrollan al cuello como bufandas. Suaves y tibias. Una peluquera en su salón, un taburete, una tijera y una cortina. Una profesora en su escuela, tizas y pizarra dentro de un cubo de cemento horadado por ventanas. Experiencias inexplicables en la cuna de la religión vudú. Una madre entregándome a su bebé ardiendo de fiebre por una infección de oído, creyendo que puedo curarlo. Sólo por ser blanca. Entonces Benin estaba entre los 20 países más pobres del mundo. Lo recorrí durante ocho días con un buen cámara y compañero, Iosu Ábrego, y de ahí sacamos un reportaje de una hora. Teníamos 25 años. Todo lo que viví, descubrí, escuché y aprendí me marcó y sigue siendo uno de mis tesoros vitales. Oro. Nos alertaron de que no saliéramos solos, menos aún al caer la noche. Sin estar atravesado por la violencia que sacudía entonces a su vecino Nigeria, o ahora a su también vecino Burkina Faso, dos blancos en Benin éramos diana. Creí que exageraban. Era simplemente un trabajo para una ONG y un acercamiento a una cultura. No estábamos cubriendo las matanzas entre milicias, los saqueos, las invasiones militares. No estábamos denunciando la actividad de mafias locales en connivencia con países europeos, el tráfico de armas, la esclavitud sexual, la pederastia de algunos religiosos, la explotación infantil, la caza furtiva. Me merecen un respeto enorme quienes lo hacen. Por compromiso, por ética personal, por conciencia social. Por ambición periodística, por adicción, porque en el fondo no pueden dejar de hacerlo. Hay muchos frentes honestos en la profesión periodística, más y menos épicos, también mucho cinismo, ego sobrealimentado y postureo, y creo que escuchar de verdad, dar la oportunidad de hablar a quien no la tiene y enfocar lo que sabemos que no es justo son el ADN de lo bien hecho y de lo necesario. David Beriain y Roberto Fraile lo hacían. Un abrazo muy grande a sus familias y amigos. Cuando acaban con personas como ellos perdemos todos.