ay quien un sábado coge el funicular para el parque de atracciones de Igueldo y hay quien entra a un sex shop. Ambos movimientos comparten un punto de diversión infantil, analógica y retro, algo de pequeña aventura y también ganas de vivir. ¿Parques que superan a Igueldo en espectacularidad, riesgo y adrenalina? Decenas. ¿Tiendas on line que multiplican por mil lo que encuentras en un espacio físico con estantes, perchas y cajitas transparentes? Centenares. Pero hasta que nos traslademos a vivir al metaverso, Zuckerberg, abrir una puerta, ver y tocar sigue funcionando. Así que la abrimos.

Clientela abrumadoramente femenina. Nos llegamos a concentrar diez personas, ocho éramos mujeres. Las otras dos, la pareja de o el amigo muy amigo.

Espacio reducido, esto es, las diez personas compartimos en todo momento todas las conversaciones. Dependienta que podría serlo de una ferretería o una papelería. Meticuloso conocimiento técnico, centímetros, vatios, silicona libre de tfalatos, cuero, polyester y tono ligero pero didáctico. Decía cosas como “cuidado con el que tienes en la mano, potencia extrema, eso te puede matar” o “el mono de encaje es elástico, sirve de la S a la L. Tú mejor, el otro, de XL a XXXL”. Y también “si lo quieres anal y para la ducha, este, la ventosa aguanta muy bien en uso vertical. ¿Y en el azulejo de la pared? También”.

La pareja de la chica de la ducha es el único que no sonríe ni se ríe. Sólo habla inglés. No sé si es por eso. Las amigas de los vibradores se carcajean con acento de la Giralda imaginando a sus parejas con la bolita sado en la boca y las esposas puestas. Quizá su fantasía sea ponérselas y no quitárselas ya nunca, tampoco lo sé.

Nos sigue gustando jugar, construir rituales privados y espacios íntimos donde reforzar el personaje, liberar lo animal o dejarnos atravesar por la corriente eléctrica de la curva de la montaña suiza con el mar ahí abajo.