Hace poco una joven agradecía en los medios a su marido que, aunque le costó muchísimo convencerlo, al final le dejara actuar en una película de lesbianas. En su comunidad quien manda en casa es el hombre, explicó, así que resulta difícil trabajar sin el permiso del esposo, el hermano y el padre. Está en juego el matrimonio. Ningún periodista ni actriz se extrañó ni escandalizó ni lo denunció, como si las cuitas de esa etnia, de la que forma parte esa pareja y casi un millón de españoles -¡y españolas!- más, fueran exclusivamente asunto suyo, especificidad inescrutable que al parecer los de fuera somos incapaces de entender o rebatir. ¿A qué suena este alarde argumental?

No se habló ayer en ningún discurso de ese colectivo, y tampoco de otro, éste religioso, con dos millones de fieles en el país, aun siendo ambos, en número e importancia, tal vez los que más derechos niegan a la mujer. En la tele y la calle se apoyó con justicia a limpiadoras, temporeras, cuidadoras. Se aplaudió con orgullo a futbolistas, corredoras, alpinistas. Se rememoró con acierto a pioneras en el ámbito educativo, científico, cultural. Y se criticó el techo de cristal, la tela de araña de los micromachismos, las trabas atávicas, costumbristas e ideológicas que dificultan la igualdad. Fue de verdad un gran día.

Lástima que no se dijera ni palabra en defensa concreta de esas chicas que, pañuelo arriba, pañuelo abajo, lo tienen crudo para hacer de su capa un sayo, gritar lo que les dé la gana, acostarse con quien les plazca y, en fin, ser como el resto. Eso sí que es racismo, y macromachismo, del bueno: verlas tan diferentes que lo mejor es no verlas.