La noche en que ETA asesinó a la pareja, esa noche en que le pegaron un tiro en la nuca a él y un tiro en la frente a ella, aquella noche en que tres niños de cuatro, siete y ocho años se acostaron felices y amanecieron huérfanos, yo había bebido, porque era joven y era jueves. Estaba en un taxi con un amigo y dos desconocidos cuando la radio informó de la matanza. Dije de todo. Nadie dijo nada. Ni el taxista. Ni a favor ni en contra. Así que me bajé y me largué a casa sin despedirme.

No lo cuento para dotar de épica a aquel portazo tristísimo. Vaya heroicidad. Lo hago porque, sea por hastío o incomodo, creo que aún nos gangrena tanto mutismo, que hemos ido del ¡eso te pasa por hablar! al ¡mejor no revolver! Hablar por hablar está feo, pero no hablar por no hablar resulta peligroso. El espanto duró décadas precisamente por callar. Hasta indignarse en público ante un crimen se consideraba “hablar de política” y se pedía tener la fiesta en paz, como si quien la arruinara no fuera el asesino sino los cadáveres, qué plastas ellos y quien aún los recuerda.

Por eso, porque no veo más solución que hablar, hablar del terror, sí, pero también del arrepentimiento, y escuchar, escuchar mucho, y porque, repito, una cosa es mirar hacia delante y otra romper el retrovisor, urge traer de Madrid obras de teatro como el dúo sobre Los Gondra y la trilogía de María San Miguel, lúcidos, impactantes, necesarios espejos para saber cómo fuimos y, sobre todo, decidir cómo queremos ser. Quizás para los ebrios de mala memoria ya no haya cura. Pero el resto merece vacunarse contra un fanatismo que, frente al lugar común, no crece a gritos: se alimenta de silencio.