Resulta estimulante oír decir a algunos padres, y madres, que los críos tienen muchos deberes, o que tienen pocos, y que cuesta mantener la disciplina en casa, y que agota luchar para que no se distraigan, y que deberían pasar de curso con lo mínimo, o que jamás deberían si no lo merecen. E interesa el debate entre quienes abogan por medir el conocimiento con una prueba, quienes prefieren que se calibre con tareas y quienes desean que el docente aplique su criterio profesional. Esta lógica cesión de responsabilidad, traducida a lenguaje de junio, suele significar que mi hijo apruebe, y que si suspende se le ofrezca un examen extraordinario, y que si ni de tal forma es capaz pueda apañárselas con un trabajillo. En verdad se trata de una cesión sui generis, la del que lleva el balón al patio y a cambio exige no ser portero.

El desacuerdo en las familias sobre cómo enseñar y evaluar es muy sano. Los profesores también discrepan sobre el modo y la urgencia de un tacto rectal. La diferencia es que, salvo que uno se apellide Dragó, no consideran su idea acerca de la próstata tan válida, o incluso más válida, que el dictamen del urólogo. Y, claro, las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno. Pero ni Clint Eastwood entraría en la consulta de aquél para juzgar sus dedos antes de una auscultación. Tampoco tras ella. Ni le soltaría eso de que yo a mi cuerpo, y a mi prole, los conozco mejor que nadie.

Quizás ciertos progenitores se percaten ahora de que la enseñanza es una labor compleja, extenuante y minusvalorada. También gratificante. Solo les falta multiplicar su desgaste, sudor y paciencia por treinta: he ahí un aula.