uchos niños israelíes, con perdón, han cambiado ciertos hábitos lingüísticos. Hijos y nietos de inmigrantes soviéticos, durante el confinamiento han hallado refugio internáutico en la rusofonía global. Carente de lindes y visados, la red es un océano de voces donde no mandan los himnos, sino las canciones. Y en ella los chavales han juzgado más atractiva la oferta en el idioma de sus padres y abuelos, pese a que el hebreo sea su lengua vehicular desde que nacieron. Y eso que, salvo excepciones, lo manejan sin problema.

En la soledad del encierro han tenido ocasión de charlar con rusoparlantes de Novosibirsk o Sebastopol, y de ver películas, vídeos y dibujos creados en Moscú, ciudad que algunos ni conocen. Lejos del colegio, han podido hacer amigos según sus gustos y afinidades culturales, y se han relacionado más con sus familias, que en casa suelen mantener el ruso. Dice Etgar Keret que, tras dos milenios en el congelador, el hebreo se ha calentado en el microondas. Sin embargo, su vitalidad estatal no alcanza siempre al extenso no-lugar de tiktokers, instagramers, youtubers y gamers sin fronteras.

300 millones de personas hablan ruso; 8 millones, hebreo. 600 millones, castellano, y euskara, apenas medio millón. Por eso pienso que malgastamos energía con tanto lamento por no estar en mil saraos. Agota esa sensación de agravio por no ganar en todos los campos. La lupa engaña. En realidad, somos poquísimos, débiles, mil leches y no muy bien avenidos. Y nos gotea un desapego por cuya causa nadie pregunta. Así que mejor quedarnos en minoría consciente, respetada y respetable, que aspirar a una ilusoria mayoría.