un tercio de la población de koalas ha perecido, junto con unos 500 millones de animales afectados por los incendios. En uno de los veranos más tórridos de los registros la superficie arbolada devastada por los fuegos equivale a la mitad de la foresta española, para hacernos una idea. Las cenizas y el humo viajan cruzando el Pacífico hasta Sudamérica y se van a quedar en las capas altas de la atmósfera provocando alteraciones del clima, aparte del consiguiente aporte de dióxido de carbono, uno de los gases del efecto invernadero. Este fin de semana he estado mirando las imágenes del Himawari-8, un satélite meteorológico japonés que observa nuestro planeta más o menos sobre la región de Australia. Es algo hipnótico: Australia genera una pluma amarillenta que se abre paso por todo el Pacífico Sur, perfectamente distinguible del resto de las nubes. Recuerdo que hace medio año, cuando pasaba lo mismo en Brasil aunque en ese caso eran principalmente fuegos provocados deliberadamente (la barbarie tiene, en efecto, grados), las imágenes satelitales también permitían constatar en vivo y en directo el enorme efecto de algo que ya no podemos considerar local. Quizá esta es la cuestión, que ahora sabemos que cuando Australia se quema algo nuestro se quema, no como en los tiempos del Perich, "cuando un monte se quema algo suyo se quema... señor Conde", aquella parodia de la campaña de prevención de incendios en la España franquista de 1962 con el conejo Fidel de la Dirección General de Montes.

Los tiempos están cambiando y seguir negando la emergencia climática o minimizarla es más criminal que ser razonablemente apocalípticos. En los próximos decenios el cambio climático seguirá provocando más incendios en la región tropical, el clima irá dando cabida a más fenómenos extremos.