ay que reconocer el hallazgo de habernos hecho creer desde siempre que hablar del dinero era de poco gusto, interesado o ruin. De esta manera, toleramos el secretismo y evitamos hablar de lo que cobramos, de lo que nos cuesta, como si desvelarlo fuera algo de gente mezquina. No es cosa de ponerse a hacer filosofía del dinero, que desde los tiempos de Georg Simmel ya ha habido bastante, es más bien cuestión de preguntarse a quién favorece ese pudor con que se trata lo monetario. Por ejemplo, esta semana hemos visto ese documento lleno de tachones que corresponde a un contrato que suscribimos todos los europeos con una empresa que fabrica una vacuna. ¿Cuántos contratos hay firmados por nuestros representantes con firmas privadas en los que las cláusulas de confidencialidad impiden una mínima transparencia y, por lo tanto, el mínimo control público del gasto? El enorme celo que siempre pusieron los poderosos y las empresas en esconder el dinero que se movía en todas las esferas muestra que, más que protegernos a los demás, ha servido para blindarse ellos. Lo que es peor, incluso aunque estos secretismos y procesos opacos hubieran conseguido realmente un precio más aquilatado, nos dejarán necesariamente la sensación de que nos han timado. Hace años, cuando ibas a comprar un coche, todo era un regateo extraño, porque del primer precio que te daban llegabas a uno inferior y con más extras, pero salías con la sospecha de que si hubieras empujado un poco más habrías ahorrado más. Eso es lo que pasa cuando se ocultan las cifras: salimos sintiéndonos perdedores. Por eso conviene exigir que el dinero, por más que nos siga pareciendo sucio, se mueva a la luz y con público escrutinio. Es más sencillo para registrar y cotizarlo, ya que estamos. O denunciarse, si se diera el caso.