ste último año hemos estado haciendo tertulias casi siempre amables por videoconferencia unas cuantas familias amigas, por aquello de que no queríamos perder la oportunidad de hablar y discutir sobre el mundo. Gente que nos atrevemos con cualquier tema, e incluso aportar poderosas razones, sin perder casi nunca el sentido del humor. Además, estas videotertulias tomando un vino sustituyen las que hacíamos a la mesa en una estupenda comida. Imagino que es algo que han experimentado también como bálsamo ante la realidad pandémica, tabla de salvación o escape de todos los demonios que nos acosan. No es nada trascendente, ni pretendemos ser el foro de Davos, entre otras cosas porque no somos de esa élite extractiva que hace el mundo un poco peor...

Perdón, la anterior frase tiene mi estilo sarcástico y derrotista ante la realidad del mundo. Y hace unos días uno de los amigos me lo recriminaba: ese tremendismo que despliego en mis homilías (las mías, lo tengo admitido, como estas columnas, a menudo lo son) achacando todos los males a esa pasividad con que hemos aceptado un capitalismo que nos devora todos los recursos, en todos los sentidos. Me decían, con cierta razón, que en mi visión hay desesperanza que no se sostiene según los datos que indican que, con todo, vivimos en el mejor momento de la historia. Pero incluso aceptando que ha habido un progreso global en la humanidad esto no quita para sospechar de que el camino que llevamos ni es ni sostenible ni produce una mejora en la situación de la creciente población humana. Que el tecnooptimismo soslaya la enorme huella en el planeta (y en los derechos humanos) que provoca. Hoy, como penitencia en cualquier caso, reconozco mi tremendismo, y preparo la cartera para cuando nos toque pagar los excesos de otros, que nos tocará. Oh, lo hice de nuevo.