ientras la atención sigue enfocada en los vaivenes pandémicos que propiciamos con nuestra incapacidad colectiva de adoptar conductas solidarias y en medio de ese escaparate de telerrealidad que alimenta el populismo en política, ya comenté hace un tiempo que soplaba afortunadamente de vez en cuando un aire que mira más allá y con más responsabilidad hacia el futuro que necesitamos. Por eso esta semana he respirado con la aprobación ¡al fin! de una ley de cambio climático, aunque haya pasado casi desapercibida entre comentarios de que total para qué o de que es claramente insuficiente. Y eso es triste porque se trata de una ley tan necesaria que, según he estado leyendo a las gentes expertas en el tema esta semana (lo que de paso servía para olvidarme del ruido imbécil de lo demás), posiblemente es una de las últimas oportunidades de que disponemos si queremos realmente hacer algo antes de que sea irreversible, y que debe empujar a posicionamientos en todos los países y todos los sectores. El cambio climático ya está aquí, pero la descarbonización debe ser inminente para poder al menos mantener los cambios dentro de la cada vez más estrecha franja de futuros que nos permiten seguir por aquí en condiciones aceptables.

Por supuesto, entiendo que se debería meter más caña, empujar más hacia un cambio en el modelo energético, es decir en el modelo socioeconómico y cultural en definitiva, para cambiar en este decenio cuando aún se puede hacer sin traumatismos. Y es una pena que el momento del parón de la pandemia se perdiera para empezar los primeros cambios, pero ahora tenemos una apuesta europea por esa transformación radical que se precisa. Seamos críticos, pero empujemos porque queda mucho por hacer. Es el momento: aunque sea una respuesta tardana es algo que necesitamos. De verdad.