En el libro Nik sinesten dizut (“Yo sí te creo”, en su traducción castellana) Samara Velte desmenuza la sentencia que dio la Audiencia Provincial de Pamplona sobre el caso de la Manada, aquella que, ratificada por el TSJN, acabó teniendo que ser corregida en Madrid por el Supremo. La periodista, tras subrayar la escasa empatía que los redactores de la misma mostraban por la víctima, nos recuerda que la extracción social, ideología, origen o círculo social de las personas encargadas de administrar justicia acaba salpicando los fallos judiciales. Lo vemos todos los días en la política española. Lo hemos vuelto a ver en la sentencia del Tribunal Superior de Justicia sobre el euskera. No sé en qué mundo habitan los ocho magistrados y magistradas que componen el máximo órgano de la Justicia en Navarra, pero está claro que no es el que viven todos los días decenas de miles de euskaldunes que vivimos en la zona que la actual ley no considera vascófona. “La lengua es un derecho del ciudadano (sic) no es de la administración”, reza la sentencia, sin que le falte razón. Solo que a renglón seguido estos doctos y doctas juristas hacen abstracción de nuestra existencia. El ciudadano (supongo que también la ciudadana) tiene derecho a la lengua, vienen a decir, siempre que esta no sea la vasca. Una sospechosa coincidencia de sus señorías con UGT, sindicato que considera normal que haya “gente a la que no le guste que la rotulación también esté en euskera”. ¿El delito de odio no estaba tipificado en el Código Penal? Por lo demás, la pelota vuelve al Gobierno de Navarra, quien todavía, inexplicablemente, no ha explicado a la ciudadanía que la sentencia no prohíbe que se pueda valorar el euskera en las convocatorias de puestos de trabajo fuera de la zona vascófona, o que se pueda rotular en euskera en el mismo territorio, sino la obligación de hacerlo. Alguna gente lo está interpretando de forma bastante diferente.