El suicidio de Verónica (sin apellidos, la prensa no los ha reflejado y el hecho transmite una mayor indefensión) después de hacerse públicos unos vídeos de contenido sexual nos ha planteado una serie de cuestiones. La primera, que aunque para estos casos la legislación prevé un recorrido tras la denuncia, para entonces el mal ya está hecho y además, denunciar no es lo primero en que se piensa al descubrir que ese vídeo o esa foto que mandaste en un contexto de confianza y con las claves de una relación íntima circula lejos de tu control y para tu vergüenza. Denunciar exige una energía no siempre disponible.

Por otra parte, ¿qué lleva a algunas chicas y mujeres a exponerse así? ¿Qué lleva a algunos chicos y hombres a ponerse medallas rulando este material? ¿Por qué no lo paran? Ellos también lo producen, desde luego, pero cuando lo hacen, dicen quienes saben que la mayoría no muestra la cara. Un cuerpo anónimo mantiene al propietario a salvo. ¿Responden estas prácticas a la fantasía de pornificación de las relaciones convencionales hoy que el porno es un consumo habitual? ¿Al deseo de posesión perpetua del cuerpo de la otra persona en su mayor fragilidad?

Pensando de aquí en adelante, en las mujeres que se verán expuestas, parece necesaria la presencia de una persona de confianza que acompañe permanentemente y que pueda intermediar o intervenir con la familia y las y los compañeros de trabajo o estudios señalando con claridad dónde está el delito y dónde no más que la imprudencia y un castigo social inmerecido. Alguien que ayude a crear un tiempo protegido para rebajar la tensión, entender, procesar y volver. Para no dejar solas a las víctimas sería bueno, por salud, ofrecernos confianza mutua e ir desactivando la consideración que merecen este tipo de productos.