Hay que hacerlo, desde luego. El plástico es un material tan versátil y facilitador como problemático, así que desde que la iniciativa se lanzó, queremos reducir nuestro consumo y nos echamos al bolso bolsas y mallas textiles para esas compras que se realizan entre que vas y vienes y ya que pasas.

La primera reflexión, en la caja del supermercado. Una bolsa de plástico vale poquísimo y sin embargo el hecho de separar su precio del resto de la compra resulta una poderosa llamada de atención. Interesante psicología del consumo. Da igual haber tirado el dinero en calorías vacías o fruta que nunca madurará, esos centimillos de la bolsa se clavan certeros en el corazón de nuestra conciencia ambiental aunque consideramos que sería mejor suprimirlas del todo. Porque lo malo era el plástico, no el precio. Algunas cadenas han optado por imprimir mensajes ridículos o vergonzantes en las bolsas para evitar su uso, pero la lógica dice que se convertirán en divertidos objetos de coleccionista.

Comprábamos unas magdalenas que sumaban al plástico de la bolsa común el de los envases individuales. Fuera. Si elegimos un calabacín colocamos la etiqueta del precio directamente sobre la piel. (Pero si son cuatro, cuatro etiquetas nos parecen muchas.) De aquello que consumimos abundantemente como aceite o gel elegimos el envase grande. No usamos platos y cubiertos de un solo uso y nos estamos quitando del plástico film. Depositamos cada residuo en su contenedor con escrúpulo de beata. Peccata minuta. La mitad de los plásticos que llegan al mar son partículas desprendidas de la ropa durante el lavado. Añadiremos el textil a la lista de artículos que hay que rastrear. Nuestra tarea se revela muy muy difícil. ¿Alguien desde arriba nos puede ayudar legislando bien? ¿Y alguien un poco más abajo controlando su aplicación?