Pienso estos días que todo son síntomas. Vivimos en un síndrome. Un nudo de indicadores que corresponden a varias madejas enredadas a las que se adjudican, discuten y corrigen nombres como si con eso cambiaran. No hay más que mirar cómo hablamos, cómo reaccionamos, y también y sobre todo cómo nos hablan y cómo nos estimulan o nos apaciguan. Puros automatismos. Es como si el repertorio se redujera a los doce colores de la primera caja de pinturas escolares, con su verde hierba, su rosa indiscutible y el blanco inútil que nada puede atenuar. Colores elementales para manos inexpertas o torpes, pigmentos endurecidos que no pueden mezclarse porque resbalan unos sobre otros como consignas.

Crimson Lake era el nombre de un rojo particular de la primera gran caja de acuarelas que tuve. Colocado junto a otros, aportaba su matiz, leo que es un carmín muy vivo, más oscuro que el carmesí (apunto: buscar y diferenciarlos). Miraba y me fascinaba la suavidad de las transiciones entre un color y otro, la necesidad de todas las variantes para lograr un efecto armonioso. Los medios tonos, las mezclas voluntarias o accidentales y los contrapuntos aportan complejidad, diría que son un síntoma de inteligencia y la única posibilidad de establecer diálogos.

Todo esto ha venido de una casualidad. Releía estos días La casa, de Paco Roca, y Julia me puso sobre la pista de un poema, La gabardina de mi padre, de Fernando Beltrán, un poeta que se gana la vida como namer, como nombrador, es decir, poniendo nombre a las cosas. Una novela gráfica y un poema que ofrecen dos versiones del mismo tema. Los colores de la primera y las palabras que el autor eligió para el segundo se alejan de la estridencia. Hay semanas que paso por encima de las noticias.