e da la impresión de que esto de la pandemia me hace andar como si llevara un armario encima. Despacio, con la espalda arqueada, intentando mantener el equilibrio, con cuidado de no dejarlo caer, haciendo un esfuerzo mediano para mantener el paso y ya ni cuento si se me empañan las gafas o necesito el paraguas. Igual no es un armario. Es un fichero de oficina, antiguo, entre gris y color café, lleno de carpetas marrones y expedientes y polvo. De esos que no cierran bien del todo y como la llave se perdió sueltan cansancio por defecto y más aún si los abres del todo. Cansancio clasificado y listo para dar cuenta. Con fechas, nombres, días, expectativas ilusorias, realidades aplastantes, comparativas y valoración de posibilidades. Pero no soy la única.

Si me encuentro con alguien, el mismo hecho de pararse hace que los ficheros respectivos se abran por inercia y repitamos el proceso de expulsar la información con exactitud notarial y absorber la entrante. Parece una inocente maniobra de socialización, algo incluso terapéutico, pero lo cierto es que solo se consigue volver a sentir el peso redoblado en los riñones y hacerlo, además de incómodo, imprescindible. Yo me di cuenta de eso el otro día y pasé la tarde intentado simular que no lo notaba. Pero creo que las micropartículas que suelta el armatoste y que se inhalan involuntariamente alimentan el efecto deprimente y crean una especie de burbuja que rodea al fichero y a quien lo porta y bloquean la evasión.

Así que ignorarlo no funciona como solución, ¿cómo hacer que no te enteras de lo que llevas encima? Como esta circunstancia se hace evidente a otras personas, mantengo alguna conversación sobre la cuestión. De alguna forma es liberador. Pero solo durante un rato. Es triste, la verdad.