omo nos adaptamos que es un primor, hacemos unas cuantas cosas online. Alguna ventaja tienen. Ahorran tiempo y gastos de desplazamiento, posibilitan verse cuando está vedado hacerlo, tienen dispositivos que permiten que no se hable a la vez, lo que es un excelente tónico cardiaco y, además, las reuniones suelen tener un principio y un final que se respetan.

Por contra, su gran limitación es la restricción de las interacciones, de lo espontáneo. Es difícil calibrar la respuesta de las personas y los grupos, algo que en la versión presencial es inmediato.

Últimamente me ha tocado usar este bendito sistema y voy acumulando un cabreíllo mediano que tal vez pueda solventarse con algo que llamaríamos cortesía digital o simplemente dar la cara.

Las situaciones se repiten. Das una formación que quien organiza considera viable por el número de personas apuntadas. Y efectivamente, poco a poco van apareciendo sus nombres en la pantalla. También algunas de las caras correspondientes, lo que da la seguridad de tratar con humanos y no con bots. Hay quien se asoma un momento y quien ni eso. Es decir, un porcentaje considerable ejerce el voyeurismo. Te ven, te oyen, pero no se muestran. A mí esta asimetría me molesta. Conjeturo mil explicaciones, funden a negro para ir al baño, tomar un café, contestar una llamada, bajar el fuego porque pita la olla, abrir la puerta, mirar las musarañas, colgar un cuadro, cortarse las uñas, tender la colada, pasear al perro, hacer torrijas, componer cantatas, ordenar facturas, hacerse un autorretrato, reservar una casa rural, desplomarse por alcance de rayo u otras opciones que mi imaginación no alcanza o el buen gusto aconseja eludir pero que pienso, que conste. Y salvo las causas legítimas que imagino y otras que seguro ignoro, mantengo que es simple mala educación.