ablo con S. y decidimos que la covid-19 ha supuesto dos grandes tipos de cambios respecto a las celebraciones navideñas. Los primeros son aquellos evidentes, horarios, número de comensales, ritos, celebraciones, aforos y prácticas, dan cuenta de ellos las noticias y afectan a toda la ciudadanía. Son notorios y temporales dado su carácter normativo y de adecuación al momento, porque nadie duda de que algún año volverá el Olentzero, habrá cotillones y se multiplicarán los vermús en las barras y las cabalgatas.

Pero hay un segundo tipo, más subterráneo, que necesita su tiempo para consolidarse pero que se producirá, al menos S. y yo lo vemos meridiano, y afecta a las (y los pocos los) que llevan la carga de la organización doméstica. Por ahora, hay pequeños movimientos, descubrimientos y modificaciones tan poco advertidas que casi se confunden con las del primer grupo y pasan por simples adaptaciones circunstanciales y reversibles.

A una de estas alteraciones se refiere S. cuando dice que no sabe si habrá marcha atrás. Comenta que su numerosa, responsable y bien avenida familia aceptó las restricciones y sustituyó los macroeventos del 24 y el 25 por íntimas reuniones con una sola conversación. Y valora la experiencia. Que echa de menos el ambiente, claro, pero que por primera vez desde hace décadas se ha dado un paseo el día de Navidad por la mañana. Que le parece un lujo. Que piensa repetir. Que no se complicó con la comida, que la infraestructura fue poco más que la de diario y que así se nota que es fiesta. Reitera que piensa repetir. Que no es la única que se ha dado cuenta. Y es que los cambios se comportan como la luz, hay una franja visible y otra invisible pero innegable cuyos efectos, antes o después, se manifiestan.