Debería estar ya curtido, con todo lo que hemos tenido que aguantar en Navarra y en España en las últimas décadas, pero sigue siendo superior a mis fuerzas ver que las encuestas le dan al PP el triunfo en las generales de junio pese a los tropecientos casos aislados de corrupción que han demostrado que está podrido hasta la médula.

Nos reímos de lo borde que es Donald Trump y lo brutos que son sus votantes cuando dice: “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”, pero aquí hay casi un 30% de personas capaces de seguir apoyando a quienes han saqueado todos los estratos de la Administración. Y a ese 30% hay que sumarle otro 20% de votantes del PSOE, sí, el de los ERE y los cursos de formación.

Hablas con votantes incondicionales de uno y otro partido y descubres con horror que les afecta muy poco la corrupción de sus partidos. Y aunque, me temo que por pura rutina, se indignan con la corrupción del partido rival, en cuanto te descuidas te exponen una teoría justificativa que viene a decir que todos los partidos tienen un porcentaje parecido de mangantes y ya verás tú si Podemos o Ciudadanos llegan al poder cómo también roban. Que no digo yo que no, porque la bola de cristal solo la uso para cosas importantes (como Osasuna -la acabo de mirar y pone: “Pase lo que pase en la promoción, tocará sufrir”-), pero que no soluciona nada.

Es la teoría de la corrupción como mal menor, como una partida más de los presupuestos generales. Vote a quien vote, va a robar; por tanto, voto a los míos.

Pero la conclusión es obvia: o echamos a los corruptos y ponemos ipso facto todas las medidas de control que ningún gobierno ha querido implantar para choricear a placer (comenzando, por supuesto, por la de que jamás prescriba el robo de dinero público) o nos merecemos que nos sigan robando casi impunemente, como siempre.