Tras una larga reflexión, he llegado a la conclusión de que a los pocos o muchos familiares que casi todos tenemos entre los 8 millones de votantes del PP habrá que quererles igual, como si supieran lo que hacen. Y, si son muy cercanos, incluso aguantarles sus irrebatibles argumentos habituales -“Si no te gusta, vete a Venezuela/Cuba/Chueca”; “Los demás también roban cuando pueden”; “Que no lo llamen matrimonio”; “¿A que eso no lo hacen en una mezquita?”; “Muchos han vivido por encima de sus posibilidades”; “Ya está bien de hablar de los muertos en las cunetas”; “Aznar, Dios / ZP, caca”; “Y los ERE, ¿qué?”; “Rajoy ganó, que le dejen gobernar”; etcétera-.
Y no hay más remedio que quererles porque qué otra cosa vas a hacer con ellos, si es imposible convencerles de que el PP está podridito de corrupción; de que sus políticas de austeridad son un callejón sin salida; de que trocear un sueldo digno en tres indignos baja el dato del paro pero no sube el del trabajo; y otras muchas más obviedades que oyen como quien oye llover, porque su escala de valores ya es inmutable, ya dejó hace mucho tiempo de pasar la ITV periódica de la lógica.
Quienes anunciaron prematuramente la muerte del bipartidismo están cayendo en la cuenta de las inercias a las que se enfrentan con los votantes de toda la vida del PP -y una buena parte de los del PSOE, sobre todo en el sur-, porque para ellos su partido es como su religión o su equipo de fútbol, adhesiones de las que no te borras aunque te defrauden una y otra vez. ¿Conocen ustedes a un solo católico que haya dejado de serlo tras conocerse los miles de casos de pederastia de la Iglesia? Pues igual le pasa al votante del PP. Le duele la corrupción de su partido, pero solo la ya irrefutable, porque niega el resto, y los recortes, y la desigualdad, porque antes crearse una realidad alternativa que abjurar de su fe pepista.
En suma, que habrá que quererles... y, dada su elevada edad media, esperar a que se vayan muriendo y puedan formarse otras mayorías que limpien este estercolero.