he seguido con interés la discusión que se ha liado a cuenta del Nobel de Bob Dylan; me he reído con algún buen chiste -dicen que ya solo falta que le den el de Química a Keith Richards, el de los Rollings-; y he alucinado con la reacción de mucha gente que, como argumento principal en contra, le niega su condición de literato.

Vaya por delante que no sé si Dylan se merece o no el Nobel, porque (por cierto, como la mayoría de los que se oponen) no conozco el 98% de sus poemas -todo lo que me gustaba de él cabía en un cassette de 90 minutos, que era en los 70 y 80 el único medio posible de pirateo para los adolescentes sin blanca-, pero negarle hasta el derecho a que se lo den es mucho negarle.

La Academia Sueca solo ha tardado 50 años (lo que se dice estar atenta a la palpitante actualidad) en darse cuenta de que el rock, en su más amplia acepción (ésa en la que caben folk, blues, country, reggae y demás), fue una revolución cultural y, por supuesto, no solo lo fue por la música sino también por lo que decían las canciones. Y lo más irónico del asunto es que la poesía nació así y mucho tiempo vivió así, cantada por los aedos griegos (equivalentes a los trovadores de la Edad Media y a los cantautores actuales) o por los rapsodas (que cantaban-declamaban obras ajenas, como los juglares de la Edad Media o muchos cantantes de hoy en día).

Está claro que ni entonces ni ahora los poemas han tenido una gran difusión. Si hoy en día los libros de poesía tuvieran ventas millonarias, quizás Bob Dylan ni siquiera cantaría. Pero como venden lo que venden (una mierda), difunde sus poemas envueltos en música, como el excipiente de las medicinas.

El Nobel a Dylan -insisto: merecido o no- es un Nobel al gran aedo y trovador del rock. Malo es que los guays de la Academia tarden tanto en reconocer con un premio la obviedad de la literatura del rock, pero peor aún es que haya gente dispuesta a negar que ahí ha habido un mensaje y que ese mensaje ha sido a veces poético.