l coronavirus ha arrebatado la vida a unos 19.000 ancianos, si podemos dar por buenos los datos conocidos hasta el momento. Las redes sociales han homenajeado estas semanas a esas personas que, por edad, les tocó vivir a la mayoría de ellas las penurias de la posguerra, tirar como animales de los planes desarrollistas del franquismo y pelear por mejoras sociales y políticas. Un minuto de silencio pone en valor su memoria pero no les hace justicia.

Mientras lamentamos el triste final de quienes murieron abandonados en residencias o sin tener cerca la mano de un familiar a la que aferrarse en el momento de la despedida; mientras que sentimos el escalofrío de acercarnos a la frontera vital de ser nosotros mismos parte integrante de esa población de riesgo; cuando pensamos que a más edad mayor vulnerabilidad ante el virus; cuando divagamos con nostalgia que ser joven concede alguna inmunidad en este escenario de contagios, comprobamos, sin embargo, con desazón que nadie escapa al drama social provocado por la pandemia.

Y es que más que las descalificaciones en el Congreso, que los ceses y destituciones de mandos militares, ayer me heló la sangre la afirmación del director general de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Guy Ryder, quien alertó de que “el legado del virus puede acompañar durante décadas” a la vida laboral de los jóvenes, a quienes las secuelas el covid-19 puede afectar “de manera desproporcionada”. Los datos son demoledores: uno de cada cinco jóvenes ha perdido el trabajo desde el comienzo de la pandemia y los que mantienen el empleo han visto recortadas sus horas de trabajo en un 23%. El pasado mes de enero, de los 3,19 millones de parados contabilizados en España al finalizar 2019, el 14,5% tenía de 25 años y el 38,3% eran parados de larga duración. Esa tendencia sigue al alza y el virus amenaza con quebrar a otra generación, con destruir no solo a los abuelos sino también a los nietos.