Entre los muchos fenómenos inéditos que nos ha tocado ver a quienes llevamos un tiempo transitando por este valle de lágrimas, hay uno ante el que no puedo ocultar una sonrisa: los padres cincuentones. Viniendo de un país en el que no hace tanto tiempo estábamos casi en el otro extremo -en casa de un concuñado mío hay una foto en la que se ve a cinco generaciones, y el tatarabuelo no estaba ni siquiera cerca de los 100-, tiene su gracia ver a esos señores mayores con críos tan pequeños.

Hay, por supuesto, una explicación para todo -ellas cada vez lo dejan para más tarde, a veces bien metidas en los cuarenta, y ellos tres cuartos de lo mismo y generalmente aún más viejos-, pero no he debido de estar muy atento, porque no he encontrado por ningún lado un debate al respecto. Como ventajas, que a mayor edad se supone mayor madurez de los padres, mayor experiencia vital, mayor sabiduría, menor egoísmo. Como desventajas, mayor riesgo de una orfandad prematura (incluso con la longevidad media por encima de los 80, el margen teórico es de apenas de 30-35 años) y la que más expongo a los familiares y amigos en esa situación: “Cuando vuestro hijo/hija sea adolescente -hormonas arriba/abajo, rebeldía y demás cacaos físicos y mentales de la edad-, sus padres tendrán más de 70 años”. Que es como si te educaran tus abuelos. Que es como vivir en una casa en la que falta una generación intermedia, una visión más cercana ante las cosas de la vida.

No sé, insisto, si los cincuentones son mejores o peores padres que los veinteañeros o treinteañeros, y menos ahora que está tan de moda la sobreprotección infantil. Pero, aparte de la sensación de pereza ajena (que es como la vergüenza ajena, salvo porque da gustico) de verles aún con el rollo de carritos, guarderías, biberones, pañales, noches en vela y demás, te hacen sentirte más viejo que ellos, y eso sí que no.