Siempre ha sido una obviedad que en este país la derecha tiene muy mal perder. Es la consecuencia inevitable de creer que La Moncloa (o el Palacio de Navarra, o cualquier ayuntamiento) es tuya y que los demás son usurpadores, okupas, ilegítimos gobernantes y hasta traidores.

Pero el cabreo que llevan en esta ocasión, la bilis que vomitan y su resistencia a aceptar el juego democrático superan todo lo visto en nuestra historia reciente. Ni a Felipe González le recibieron así en el 82, y eso que era una incógnita y que aún había ruido de sables.

En los últimos días, aparte de la bronca de hooligans en el Congreso contra todo y contra todos, y de los sesudos argumentos (hasta "¡Muérete!" le gritaron a la diputada de EH Bildu), hemos asistido perplejos al espectáculo de políticos y periodistas coaccionando sin pudor a partidos que van a votar a favor de Sánchez; haciendo llamamientos para que haya un nuevo tamayazo -ya saben, la compra de dos parlamentarios del PSOE que dio el gobierno de la Comunidad de Madrid al PP de Esperanza Aguirre en 2003-; y hasta pidiendo una rebelión, un alzamiento civil o que el Ejército intervenga para "defender la Constitución", como si hubiera algo inconstitucional en elegir un presidente en el Parlamento.

En resumen, que esto ya no es solo mal perder. Va muchísimo más allá. Es una enmienda a la totalidad al parlamentarismo y a la democracia. Aquí solo tiene derecho a gobernar quien nosotros queramos, y si no tenemos la mayoría necesaria nos da igual, porque tenemos la legitimidad en exclusiva.

Como sabe cualquier padre/madre, a los niños se les enseña a perder dejando que pataleen un rato y, cuando se serenan un poco, explicándoles que la vida es así, y que unas veces se gana y otras se pierde. Pero mucho nos tememos que el pataleo del ultracentrismo va a durar lo que dure la legislatura -que, por otra parte, está cogida con alfileres, con mayorías tan exiguas que Sánchez no va a poder soltar la calculadora-. Porque, sinceramente, no vemos a esa tropa haciendo crítica constructiva ni arrimando el hombro. Su patriotismo es siempre para exigir a los demás, nunca para ponerlo en práctica.