enemos una perra pequeña que es la que mejor vive en casa, la que más mimos recibe y la que más horas duerme -y con una tranquilidad envidiable, a menudo patas arriba; se ve que los chuchos no tienen remordimientos de conciencia ni deudas impagadas-, y acabamos de caer en la cuenta de que su rendimiento económico, su balance de ingresos y gastos, es lamentable. Lo que no da ganancias, pérdida segura.

Por tanto, a la vista de que Pedro Sánchez y sus adláteres ya solo nos dejan pasearnos si vamos de acompañante de un perro, es la ocasión de ponerla en alquiler. A módicos precios. Para personas que desde el sábado padecen el terrible Síndrome del León Enjaulado y necesitan un salvoconducto. La correa extensible y las bolsas para las cacas van incluidas en la oferta.

Y si acaba dando veinte paseos diarios -sin exagerar, eh, que con ese tamaño no la veo haciéndose una etapa del Camino de Santiago-, eso que gana nuestra economía familiar y eso que gana ella, que nunca -salvo que llueva- tiene la menor gana de volver a casa, que está muy bien por ahí -oliéndolo todo y saludando a todos sus congéneres del barrio-, y lo suele demostrar plantándose firme y obligando a estirar de ella (lo divertido es que va por la vida como si fuera un dogo o un San Bernardo y apenas pesa tres kilos y medio).

A ver, que no es que la paralización forzosa del estado de alarma exija mucho de nosotros -como decía no sé quién: "a nuestros abuelos les pedían ir a la guerra; a nosotros, sólo quedarnos en casa"-, pero está claro que nada nos apetece nunca más que el fruto prohibido, aunque ese fruto sea un mísero paseo que cualquier otro día hasta nos daría pereza dar.

Y es que tienen que entender nuestra propuesta: no es por el dinero. Es por todas esas mañanas -sin excepción- de los quince últimos años (no es nuestro primer perro; cuando empiezas con esto, ya no suele haber tregua), haya lluvia, viento o frío, que para eso vivimos en Mordor. Es pura compensación, pura justicia poética.