os psicólogos lo llaman el Síndrome de la Cabaña, y se aplica a quien, después un largo tiempo en reclusión forzosa, sufre miedo, o incluso fobia, al tener que salir de nuevo a la calle y abandonar el lugar en el que se siente seguro. Están documentados incluso casos de secuestrados que reaccionaron con pánico cuando sus rescatadores les quisieron sacar de los zulos en los que estaban encerrados.

Hasta aquí, todo muy lógico: del mismo modo que en el desconfinamiento de estas semanas algunas personas se han ido de botellón -suponemos que eso se llamará Síndrome Carpe Diem, o directamente de Abstinencia-, a otras les da miedo hasta montarse en el ascensor. No queremos ni imaginar el calvario de los que ya antes del coronavirus eran aprensivos o maniáticos de la higiene.

Pero, dicho todo esto, algunas voces se han alzado con la petición de que no se use de manera indiscriminada esa etiqueta de la cabaña. Y el motivo es obvio: imaginen a alguien que en estas semanas no ha tenido problemas económicos -por tener ahorros, por mantener su sueldo, por hacer teletrabajo...- y que ha descubierto que en su casa se está muy bien, porque por fin ha podido estar con su familia, o dedicarse de lleno a sus hobbies, o al noble arte de darle al sofá su forma corporal. Alguien que, de repente, ha descubierto que en la vida anterior a la pandemia, ésa que nos empeñamos en llamar normal, no tenía tiempo, el bien más preciado.

Pónganse, por ejemplo, en la piel de un madrileño que salía de su casa a trabajar a las 6 o 7 de la mañana y volvía a las 9 de la noche. Y que alguien le diga que la pereza que le da regresar a esa vidorra es un síndrome, una anomalía de su mente, porque lo correcto y dichoso es que viva para trabajar y no lo contrario...

En suma, que no es que neguemos el síndrome de la cabaña, sino que depende mucho de la cabaña y aún más de lo que nos espera fuera de ella.