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Y es que hay que resignarse: la política estadounidense se mueve en un estrecho margen entre la derecha y la ultraderecha, y todo intento de centrarla un poco parece condenada al fracaso.

En un país en el que socialista es a la vez un insulto y un sinónimo de comunista, poco hay que rascar. Y por eso se escandaliza cualquier europeo occidental al ver, por ejemplo, que casi la mitad de estadounidenses -incluidos muchos de clases medias y bajas- no quiere un sistema de sanidad público, aunque sea mucho más barato y eficaz que el privado que impera allí. Hablan continuamente de los derechos civiles pero no reconocen uno tan básico como el derecho a la vida: sufrir una enfermedad grave es casi sinónimo de arruinarse o de morirse por falta de cuidados.

El caso es que ha ganado Biden (pese a que Trump avisó a los electores de que es un pérfido comunista), un político considerado allí como alguien moderado y de centro (visto desde aquí, entre Vox y el PP), liberal en lo económico (con todo lo que eso significa de defensa de las multinacionales de su país) y tan belicoso como todo presidente de los Estados Unidos, porque si algo da prestigio allí es demostrar que se tiene bien cogida por el mango la sartén del mundo... Y, pese a todo ello, hay que celebrarlo como una buena noticia, como un bendito mal menor.