en política, los fichajes los carga el diablo si no soportan un estriptis integral. Más allá de esa cruenta prueba del microscopio, que ha devorado a gentes tan bienintencionadas como ingenuas, tales mirlos blancos deberán llegar cuajados a las instituciones para no estrellarse a las primeras de cambio por no soportar la presión. En el sentido de que sin acreditar formación y experiencia adecuadas a sus responsabilidades los propios de carné les moverán la silla, igual que los adversarios el suelo bajo sus pies en cuanto detecten la más mínima debilidad. Esos paracaidistas de la política también tienen que estar preparados para la decepción. Primero porque no van a poder materializar todos sus objetivos, así que más les vale que se fijen unas prioridades nítidas. Y después porque deben asumir cuando antes un doble sometimiento, a la superioridad y al argumentario de la sigla. A todo eso se han enfrentado siempre las incorporaciones rutilantes, instrumentos de los partidos para dotar de atractivo a sus propuestas electorales, legislativas y de gobierno si lo conquistan. El problema radica en que ahora esos fichajes no vienen a encarnar ideas y a multiplicar su difusión por ser quienes son, sino a enmascarar la ausencia de iniciativas originales y productivas, por eso van a más y se trata de personas en general estridentes. Pues asistimos a una política circense del más difícil todavía, a un desenfreno de ocurrencias y soflamas que desacredita a los perfiles profesionales que saltan a la arena pública incluso antes de sufrir en la áspera actividad institucional todas las servidumbres relatadas. Con la circunstancia agravante de que en este contexto putrefacto el talento incorporado del ámbito privado tiene escasísimas posibilidades de contribuir eficazmente al interés general, ya que la dinámica de debate simplista y enconado impide los análisis en profundidad y los consensos que articulan leyes duraderas. La mayoría de estos fichajes alimentarán el show, sí, pero resultarán mera anécdota en la política patria. Mientras, la vida orgánica de los partidos sobre los que pivota la democracia continuará discurriendo ajena a los principios de mérito y de capacidad. Con sus liderazgos ventilados entre familias, confundiendo lealtad con obediencia acrítica.