hay que ponerse a dieta. Es lo que exigen los tiempos para desengrasar y adelgazar. El episodio se produce cuando la báscula, arrinconada y solitaria, se hace un sitio en nuestra vida y de repente aparece dispuesta a abrazarnos sin miedo ni reparos, sin censurarnos por nuestro olvido, para, después, rechazarnos, obligarnos a renegar de ella, con una mala noticia sonriendo un guarismo, vibrando en la pantalla. Necesidad y desafecto en un instante.

Atiborrados, cansados y propensos a la indigestión, a estas alturas conviene cortar por lo sano, huir de estos banquetes sin fin y ponerse en guardia. Pero tendrá que ser una dieta seria en la que no quepan trucos, recetas mágicas y guiños para vadear el esfuerzo. Hay que tomar decisiones, no caer en la dulce tentación de meternos en el cuerpo lo que bulle a nuestro alrededor y, sí, de verdad, cerrar los oídos durante mucho tiempo.

Hay que desintoxicarse porque nos hemos puesto hasta las trancas después de administrarnos -de que nos hayan metido con embudo, como tortura clásica de película gore- unas cuantas recetas espesas, indigeribles, demasiado agrias porque no tienen ni una pizca de gracia y en muchas su base es la mala baba. Estos días han abundado los platos pesados y poco sorprendentes: "No ha habido aquí un segundo para denunciar la plaga de violaciones en manada que se han cometido en 2020 por extranjeros en España". Recetas viejunas: "La democracia está en manos de terroristas y golpistas". "La compañía aseguradora de la investidura se llama ETA".

Soufflés imposibles que se derrumban: "Esperamos que haya personas que, al margen de su filiación política, digan 'esto yo no lo puedo votar, no es bueno para mi país". Menús que salen fríos: "El centro es más necesario que nunca en este momento"... E incluso un postre sorpresa imposible fuera de carta: "Los obispos proponen un curso prematrimonial de dos años para prevenir el pansexualismo y la masturbación".

A dieta. No interesa tanto colérico, ni alto el colesterol.