Entre las reflexiones que como sociedad cabe hacer tras sucesos como los ataques homicidas de Nueva Zelanda y Utrecht, como de tantos otros en los cinco continentes en el pasado, es la que debe afrontar la realidad de una cultura de violencia que, siendo crudamente realistas, no se está combatiendo eficientemente. Con independencia de que los extremismos políticos, fundamentalistas y xenófobos de todo signo, puedan estar detrás o delante de una gran cantidad de sucesos violentos, el arraigo del recurso a la agresión, al asesinato como medio de respuesta a un conflicto es preocupante. Podemos centrar el análisis en las causas y las responsabilidades políticas de quienes alimentan el discurso del odio con soflamas de todo tipo. Resulta oportuno y necesario identificarlo y señalarlo con independencia de que su raíz sea ultraderechista xenófoba, fundamentalista religiosa o simplemente de odio social. Es oportuno porque muchos de esos mensajes están normalizados y, sin ser una incitación explícita a la violencia, alimentan el sentimiento de agravia, de sentirse agredido por terceros que se canaliza posteriormente en algunos casos a actos violentos. Este es el contexto en el que algunos de los debates cercanos deberían asentarse: la violencia, como mecanismo sistemático de respuesta al conflicto, es injusta. Ni siquiera en el nombre de las causas más nobles puede justificarse el recurso a la violencia terminal, homicida y sin apelación posible porque conlleva consecuencias irreversibles. Y, sin embargo, la laxitud con la que se toleran los mecanismos que activan esa violencia es una asignatura pendiente de las sociedades del siglo XXI. Violencia contra las mujeres, contra los inmigrantes, contra los niños, contra cualquier minoría social étnica, política o religiosa... y muchas veces también desde ellas. La repulsa social se matiza, lamentablemente, en función de la proximidad con la que se percibe al autor de la violencia y a su víctima. El discurso social aún no ha cruzado completamente la línea del empate a la empatía. De maximizar la violencia ajena y graduar, minimizándola, la más cercana. Se sigue sin superar una cultura en la que la violencia es para algunos un mecanismo aceptable para modificar realidades. Un fenómeno a erradicar solo con una sociedad capaz de responder con el rechazo sin matices ni comprensión.