La detención por la Policía francesa de José Antonio Urrutikoetxea, Josu Ternera, en Sallanches (departamento de Alta Saboya) tras 17 años en la clandestinidad y un año después de que leyera el comunicado de disolución de ETA describe un epílogo policial a la historia de la violencia en Euskadi en plena campaña electoral y justo cuando nuestro país trata de asentarse en un presente de convivencia y enfocarse hacia el futuro. Esa coincidencia temporal del arresto con las elecciones y su efecto en ellas junto a la presunción de que la presencia de Urrutikoetxea en territorio francés ha sido controlada y conocida en numerosas ocasiones por las fuerzas policiales de ambos estados lleva a preguntarse por los motivos de oportunidad que llevaron a poner en marcha precisamente ayer la operación policial sin que ello suponga cuestionar la pertinencia de la aplicación de la justicia a los delitos que se le imputan en las cuatro causas que tiene pendientes en el Estado español, siempre con todas las salvaguardas del Estado de derecho. En su caso, las derivadas de su estado de salud o de la posible prescripción establecida por el art. 131 del Código Penal y la Disposición Adicional Transitoria Primera de la Ley Orgánica 5/2010 que introdujo en el Código Penal la imprescriptibilidad de los delitos de terrorismo. Ahora bien, la constatación de todo ello no impide asimismo convenir en la implicación de Urrutikoetxea en el final de ETA, como personalización de los procesos internos que llevaron a esta a decretar el cese definitivo de su actividad armada en octubre de 2011 y finalmente, seis años y medio después, en mayo de 2018, ahora hace un año, a anunciar su disolución; además de su papel en la superación de cuestionamientos internos al fracaso de la estrategia militar y en la evolución, aun siempre demasiado lenta y tardía, hacia la integración en la vida política normalizada que él mismo había protagonizado durante algún tiempo y hasta noviembre de 2002. Un tránsito en el que sin embargo todavía queda pendiente la visión crítica de la violencia empleada y el reconocimiento de la injusticia del daño causado durante cinco décadas a una sociedad vasca comprometida, hoy más que nunca, con un futuro basado en el respeto a los derechos humanos y el desarrollo de cauces para la convivencia.