os actos oficiales con motivo del 12 de octubre han llegado este año rodeados de elementos excepcionales que no han hecho sino poner aún más en evidencia problemas estructurales. La capacidad de unir a una sociedad en torno a un ideal pasa por el consenso. Cuando se trata de un modelo nacional debe ser tan amplio como incuestionable. En el Estado español, ese fenómeno no se ha sabido gestionar y no se ha practicado el reconocimiento de las partes de ese todo con inteligencia o por falta de voluntad. De hecho, el concepto de nación española sigue siendo patrimonializado por una sensibilidad política profundamente ultranacionalista que confronta a su vez con los nacionalismos periféricos a los que se señala y criminaliza sistemáticamente por la propia debilidad del proyecto de cohesión: la evidencia de que el discurso de los 500 años de historia común se ha vuelto falaz es el hecho de que se argumente como justificación de la represión de ideas dispares y no se alimente con elementos de cohesión. En ese sentido, la derecha española se ha apropiado del proyecto nacional y de sus símbolos y marca con él a la izquierda. Y lo hace mucho más exclusivamente de lo que los nacionalismos periféricos, e históricos, del Estado -vasco, catalán o gallego- conciben su derecho a decidir. Este no es sino una reivindicación del ejercicio de la democracia como principio previo al camino a recorrer. Que sea o no el de la secesión o la cohesión integrada es posterior al mismo y solo adquiere legitimidad a través del ejercicio de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía sujeto de derecho. En los últimos años se ha acreditado que es un factor más intenso de ruptura de la convivencia esa apropiación del modelo social-nacional que identifica como enemiga de la nación a las sensibilidades diferentes, sean estas políticas, culturales, étnicas o pertenecientes a minorías a las que el marco legal exige proteger sin diferenciar credo, género u orientación sexual. Igual pasa con sus símbolos. La corona, la bandera, el himno y las Fuerzas Armadas se equiparan a una determinada concepción de la convivencia. Su cuestionamiento se asfixia a base de sanción y su utilización es tan obscena que demanda ya una reacción proactiva de quien detenta esa simbología, con el jefe del Estado a la cabeza, si quiere dejar de alimentar una desafección ganada a pulso por la institución con los escándalos y posicionamientos políticos que ha protagonizado.