l cada vez más expansivo e inexcrutable universo que gira en torno al fútbol vuelve a dar estos días síntomas de un preocupante alejamiento de la realidad en la que debería desenvolverse y está siendo otra vez un modelo de comportamientos poco edificantes desde el punto de vista social y ético. Con el agravante de que las administraciones públicas parecen haberse contagiado por intereses puramente económicos y de imagen o marca de país -o de patrioterismo barato- y están desarrollando actuaciones y conductas más que cuestionables y en algún caso no del todo responsables. La celebración de la Eurocopa 2020 que no pudo jugarse el año pasado a causa de la pandemia de covid-19 y que se inauguró ayer ha desatado varias polémicas ante decisiones difícilmente entendibles por buena parte de la opinión pública en la actual situación sanitaria. El campeonato internacional de selecciones europeas es un acontecimiento deportivo de primer orden y de impacto global. El problema -evidente- es que aún seguimos en pandemia, y con una situación sanitaria aún muy preocupante. Pese a ello, se calcula que casi medio millón de espectadores asistirán en directo a los partidos en los estadios de los once países anfitriones. En el caso del Estado español, además, con el agravante de que el estadio de La Cartuja -que arrebató a Bilbao la condición de sede tras una decisión arbitraria y que obedecía a intereses espurios de la UEFA ante las exigentes condiciones aplicadas por el Gobierno vasco debido al covid, aunque ahora vaya a resarcir a la capital vizcaína- acogerá a unas 16.000 personas sin obligación alguna de hacerse test de antígeno o PCR para acceder al recinto. Una imprudente y peligrosa laxitud en las medidas. Por otra parte, la vacunación de los miembros de la selección española por parte del Ejército, y con elección de la marca incluida, ha causado indignación al tratarse de un alarmante signo de trato privilegiado inexplicable desde el punto de vista social. La vacunación de los grupos prioritarios aún está pendiente en muchos colectivos y ese debe ser el objetivo preferente. Los futbolistas no forman parte de estos colectivos, por mucho que "representen" deportivamente a un país. Ni el fútbol ni "la camiseta" justifican un privilegio tan antisocial y nada ético.