El Congreso de los Diputados refrendó ayer la nueva Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, popularmente conocida como la “ley de solo sí es sí”. La más mediática de sus normativas –la de considerar que solo el consentimiento explícito sostenido justifica una relación sexual–, abandera una iniciativa mucho más amplia que trasciende lo meramente penal. No obstante, la evidencia nos indica que el componente judicial y el tratamiento del delito desde la protección a la víctima es una parte imprescindible. El principal cambio social y ético que debe propiciar la norma es el de romper con el paradigma práctico que pretendía que una mujer debía acreditar su inocencia cuando era objeto de una agresión sexual.

Un anacronismo que ha trufado sentencias escandalosas sobre la vestimenta, las actitudes o la no explicitud de rechazo vehemente, casi heroico, de las víctimas ante una demanda o directamente una imposición de práctica sexual. Euskadi afrontó el amplio marco de actuación que debe acompañar la protección penal con la reforma de su propia Ley de Igualdad de Mujeres y Hombres acometida en marzo pasado. El nuevo cuerpo legal en el que se debe desenvolver la relación de equidad y respeto en materia de libertad sexual ofrece una mirada amplia que comienza en la propia formación de los menores, en la generación de una cultura del respeto en materia de educación sexual que trascienda la mera información de la mecánica sexual o de la planificación familiar y la contracepción. Una educación en valores de igualdad y un conocimiento de los límites del comportamiento aceptable en una sociedad democrática. A nadie se escapa la imprescindible dotación de herramientas de respuesta a situaciones y prácticas que han generado alarma social. La norma incorpora al tratamiento penal de la agresión las casuísticas de la sumisión química, agresión grupal, vínculo familiar e intimidación como agravantes y la protección en el procedimiento que evite la revictimización. Tiene el valor de enviar un mensaje nítido sobre los límites del comportamiento admisible pero, más allá de la coerción, el reto es implantar en el acervo social la debida implicación individual y colectiva, la sensibilidad que destierre la presunción de que hay abusos de baja intensidad admitidos.