Este año nos ha sorprendido la primavera en casa. Ha llegado de repente y ya la tenemos ahí mismo, cercada por nuestra pequeña ventana desde donde nos mira fijamente, como si nos convocara. A decir verdad, ese encuadre la limita mucho más de lo que la realza. Por desgracia, así pasen los días, lo que ahora mismo ofrece no va a variar demasiado. Es impensable que el cuadro gane atractivo o que se despliegue y nos muestre grandes paisajes, menos aún horizontes lejanos. Pero tampoco debemos engañarnos, porque nunca fue así, nunca ofreció grandes maravillas ni novedades. Mínima, pero novedad al fin, es la que descubro hoy al otro lado, justo en el balcón de enfrente, donde un anónimo vecino pedalea afanoso sobre su bicicleta estática. La visión ni es maravillosa ni me resulta estimulante pero tampoco deprimente. Denota simplemente el tono rutinario que empiezan a adquirir, pasadas ya dos semanas de encierro, nuestros días.

Lo que está claro y no podemos evitar es acercarnos a la ventana. Tendrá que ver lo de la primavera, pese a que desde aquí dentro apenas se percibe. Aun así, notamos que un impulso natural, el instinto quizá, nos anima a recibirla. Podría ser el mandato del cuerpo, muy mustio de tanto andar por los interiores. También puede que haya sonado el reloj de la naturaleza y que la primavera nos llame. Creo, sin embargo, que nos asomamos por razones más simples. Están, en mi caso, las horas que ando arriba y abajo por mi pasillo, que no es precisamente el Paseo de Gracia. Sería fácil llamarlo el de mi desgracia, pero tampoco sería justo. Es simplemente el estrecho canal donde hago terapia. Todo, además, con luz eléctrica o directamente a oscuras —duele ya solo decirlo— y sin más apoyo que mi intermitente disciplina. Tampoco nuestra cocina es la Plaza del Castillo. Cierto, cabemos y nos juntamos ahí todos. Pero es un poco como encerrarse más de lo que ya estábamos. No faltan risas, pero el anecdotario, sin pisar la calle, da para poco y el vendaval de noticias que llega por los cables resulta desolador. A veces cuesta creer que podamos hacer una buena digestión y que con tanta angustia no se nos cruce dentro la comida a media altura. A pesar de todo, el cuerpo sigue operando con sabiduría y de momento vamos saliendo.

Vuelvo a la ventana. No es ninguna fijación, es al fin y al cabo la salida permitida. No, no estoy hablando de buscar el vacío sino de empujar las contraventanas o levantar las persianas como válvula de escape. Lo que ahí nos atrae no es tanto ese panorama, doméstico y con ciclistas de pega, como otra clase de fijación. Y es que en cuanto sacamos la cabeza para ver el día y dejamos vagar la mirada, nos atrapa la frustración. Cuesta aceptar cómo se están esfumando los días más plácidos y amables del año ante nuestros ojos. Es como una dolorosa sublimación del tiempo, como un robo, casi casi un ultraje. Así que se nos dispara la imaginación y nos ponemos a pensar en lo que podríamos estar disfrutando al aire libre. Es ese aire libre, tan primaveral, el que nos reclama. De buena gana pediríamos que se nos llevara. Pero bueno, aquí es donde estamos, estancados, mientras por esos espacios abiertos dejamos que al menos vuele nuestro espíritu.

Cambiar de guion no es sencillo y aún es peor cuando salen días luminosos, porque aun sin llegar con la vista hasta los paisajes apetecidos, sentimos que la naturaleza entera, o en su defecto la calle, nos llama. A esto no hace falta darle muchas vueltas: vivir así, metidos en casa, por muchas comodidades y electrónica de las que uno disponga, no es lo ideal. Con el tiempo a todos nos abruma la pesadumbre de las cuatro paredes. No digo que haya que saltarse las reglas. Ahí está la autoridad sanitaria y por encima de ella nuestra responsabilidad. Lo que oímos, mal que bien, es a los psicólogos de guardia levantando acta de los traumas que estamos madurando en este encierro. Probablemente vendrán manías y fobias nuevas, pero ahora mismo no es cosa de atender a esos malos augurios sino de confiar en nuestros propios medios.

Así que sigo con la ventana, porque creo que es la medicina que tenemos más a mano. Es verdad que la mía no da para grandes panorámicas, pero en Pamplona no es difícil alcanzar con la vista, en algún rincón, la línea de los montes. Muchos nos resultan familiares, aun sin conocer sus nombres. Nos hemos paseado por ellos, en jornadas que ahora se nos antojan memorables. El bocadillo, la cantimplora y sobre todo la bocanada de aire fresco que se movía en la cima vuelven a nuestra memoria. Y además están las fotos, cómo no, ahí guardadas en el móvil. No hubo una única jornada, hubo muchas, todas inolvidables. Algunas incluso fuera del círculo de montañas que nos rodea, allá arriba en los Pirineos. ¿Cómo no recordar la brisa que corría mientras almorzábamos frente a las gélidas aguas del ibón de Estanés?

Aquello sucedió en otra primavera, en una casi olvidada, pero quizá tengamos que hablar ya de en otra época. La nostalgia, que surge sin más, fortuita, pronto galopa por nuestra mente sin control, así que convendría aprender a embridarla a tiempo. Es evidente que de aquella primavera a esta se ha abierto una brecha y que la nostalgia contribuye a acrecentarla y a hacernos pensar si algo de lo que fuimos volverá. La ventana no es, como se ve, un remedio universal. La buscamos para liberar recuerdos, pero aunque todos tuviéramos delante la misma, cada cual acabaría recordando gracias a ella lo que él quisiera. Ante la ventana, tenemos que convencernos de que somos nosotros los que le damos al sol su brillo.

Para terminar, esa brecha certifica diferencias. Sin embargo, todas las primaveras observan un rasgo común. Es la astenia, dicen, que nos hace propensos a desfallecer, a dejarnos ir. Nadie está seguro de si sus fuerzas aguantarán frente a lo que viene. Atrincherarse y simular una actitud rocosa no parece lo mejor. Por eso es inevitable y hasta conveniente mirar por la ventana. Ahora bien, si queremos ver llegar por ahí el futuro, no deberíamos dejarnos atrapar por una melancolía que pronto nos resultaría cruel.