las agresiones a docentes se multiplican. La pérdida del respeto, unida a la falta de autoridad (y posiblemente también de respaldo institucional), la ausencia de valores en muchos críos y un aumento de la agresividad preocupante entre los adolescentes, han convertido a quienes deben impartir conocimientos (la educación hay que llevarla aprendida de casa) en víctimas propiciatorias con las que medir fuerzas. No solo los críos, a veces también su padre o su madre. Cuando leo estas noticias, recuerdo a mi primer maestro, un tipo severo, de aquellos de la letra con sangre entra. Manejaba la regla para golpear en la yema de los dedos con la misma habilidad que la tiza en la pizarra. Como además gozaba del beneplácito familiar para aplicar castigos, repartía unos tortazos de aúpa. Aquella táctica ni enderezó a los que venían torcidos ni le granjeó el respeto porque acababa infundiendo temor y rechazo. Me gustaría ver hoy a ese hombre haciendo frente a tanto cafre suelto campando por los pasillos o en el exterior del edificio escolar. Yo no daría ahora un duro por él, la verdad. Tampoco lo doy por quienes a tan corta edad abrazan la violencia y pasan de agredir en las aulas a hacerlo, navaja en mano, un sábado por la noche. Mal asunto.