Dejar por escrito que los encierros se han tornado previsibles constituye una temeridad, pues protagonizándolos colosos bravos de 600 kilos entre la multitud cualquier mañana se produce una escabechina. Pero esta edición de los Sanfermines refrenda la dinámica de la manada compacta que rara vez se parte, sin morlacos sueltos al avanzar arropados por bueyes en cuña y al galope. Tan férreo hermanamiento limita los huecos en el seno de la torada hasta convertirlos en residuales, lo que redunda en la imposibilidad de situarse ante las astas, discurriendo los mozos en paralelo sin catar cara de burel. Esa evolución queda acreditada en el parte de lesiones, que arroja un 90% de heridas por colisión entre los propios corredores, generalizándose los traslados por traumatismos en detrimento de unas cornadas ya excepcionales. La notoria pérdida de emoción obedece al efecto del antideslizante en la curva de Mercaderes-Estafeta y a la preparación de unos mansos tan atletas como los cuatreños que guían al trotar tres veces por semana. En buena lógica, con ese entrenamiento concurren carreras vertiginosas en los 850 metros de recorrido que no superan los dos minutos y medio, reduciéndose el trayecto en un tercio. Esa homogeneización, traducida en un comportamiento mimético de todas las ganaderías para una merma evidente de picante, ha venido para quedarse. La seguridad, siempre relativa tratándose del encierro, se impone al espectáculo, que por otra parte mantiene su atractivo conceptual. El saldo sale a cuenta diez años después del último percance mortal.