entre el puñado de edificios emblemáticos de Pamplona está sin duda -por lo menos hasta ahora- el histórico chaflán curvado denominado La Vasco, que albergó en su día la conocida aseguradora y que ha marcado el ritmo de la ciudad durante casi un siglo. Creó tendencia en 1924 de la mano del arquitecto Víctor Eusa cuando la urbe se expandía, pero en el imaginario ciudadano más reciente será recordada por la instalación en los 80 en su estilizada torrecilla de un reloj y termómetro que desde un principio atraía la atención de los viandantes poco acostumbrados aún a la actual dictadura digital. Fue un shock ciudadano como el que supuso en su día las escaleras automáticas de Unzu y que epataron a una ciudad aún muy provinciana. Ahora se ha convertido en el ariete comercial en la capital navarra del imperio de Amancio Ortega, nombre que el imaginario popular ya otorgaba a la señorial avenida de Carlos III. El zar de la moda anda sobrado de millones y no tiene remilgos en invertirlos, entre otros menesteres, en edificios históricos para vaciarlos y llenarlos de su asequible prêt-à-porter y seguir embolsándose pingües beneficios. No seré yo quien critique qué hace con su dinero, pero sí quien comparta la proverbial preocupación del comercio local, tan histórico como La Vasco y tan creador de riqueza como el gallego.