iez días, diez, llevamos de confinamiento familiar. Tiempo suficiente para asimilar el formidable reto que nos aguarda a los progenitores por mor del coronavirus. Al margen de nuestra condición de capataces de la prole para el cumplimiento de horarios -en esta coyuntura con doble énfasis en los hábitos de higiene personal-, añadimos la capital función de tutoría de colegiales variados en niveles y capacidades como supervisores de sus tareas telemáticas. A lo que agregar la no menos estresante labor de programadores culturales con dotes para los naipes, el parchís o el bingo, así como de monitores deportivos en superficies reducidas y rodeados de objetos frágiles. Luego está el proceloso mundo de la cocina, con la repostería como asignatura máxima, y las faenas de limpieza en general y de la cristalería en particular, que ahora da gusto ver las fachadas. Y siempre oficiando como detectores de fiebres y toses, cual médicos de guardia. Por lo demás, un pluriempleo doméstico a compatibilizar de forma creciente con el teletrabajo -a menudo adelantado por la noche aprovechando la tregua del sueño infantil y juvenil-, con la contraprestación emocional justa ante las restricciones para el contacto físico con los seres queridos. Algún día todo volverá a ser como antes, conviene recordarlo, pero haremos bien en asumir lo mucho que falta para recobrar una mínima normalidad. Mientras tanto, disfrutemos del balcón los afortunados que lo tenemos, sin cerrar las puertas a la jardinería minimalista. Ahí lo dejo.